Un gobernador de La Guajira contrató por 18.000 millones de pesos el control del dengue con un epidemiólogo santandereano llamado Fredi Díaz Quijano, que no ejecutó el contrato, pero sí dilapidó más de 4.000 millones de pesos. Un diputado del Chocó reclamó cesantías por 2 millones de pesos. En una conciliación fraudulenta ante un juez laboral, el gobernador le reconoció intereses de mora por más de 700 millones de pesos. Un gobernador de Bolívar compró 12.000 mercados paradamnificados del invierno. Los mercados se quedaron en una bodega, donde fueron pasto de gorgojos, roedores, comejenes, cucarachas y hormigas. Un gobernador del Meta entregaba a un jefe paramilitar 1.500 millones de pesos al mes, es decir, el 3 por ciento de la contratación del departamento.
Estos fueron algunos de los casos publicados por la revista SEMANA a lo largo de 2022, al examinar las condenas proferidas por la Corte Suprema de Justicia contra exgobernadores en los últimos 30 años. Los artículos y los videos se pueden consultar aquí. Este fue un trabajo en equipo realizado con Angélica Sánchez, Daniel Galvis, Sulay Castañeda, Jóse Barrera, Mario García, Hernán Sansone, Claudia Casas, Gladys Arciniegas, José Stiven López, Yonathan Ortiz, Daniel Triana, Jefersson Barreto, Maryi Suleni Ortega, Andrea Carolina Tapia y otros colegas.
Desde 1992 se implantó la elección de gobernadores, antes nombrados por el presidente de la república. En teoría se pretendía descentralizar las decisiones y el gasto para acabar con el centralismo que desde Bogotá imponía su criterio. No funcionó así. Se incrementó la corrupción, se forjaron alianzas entre gobernadores y grupos armados ilegales, y la comunidad fue convidada de piedra. La elección de gobernadores ha servido para fortalecer el peculado, el cohecho, la concusión, el enriquecimiento ilícito y otros delitos contra la administración pública.
Lo repite hace años el exministro de Gobierno Jaime Castro: “Es indispensable recuperar la descentralización que hoy es sinónimo de politiquería y corrupción. Cayó en manos de roscas, camarillas y clanes familiares en buen número de entidades territoriales que se volvieron feudos podridos”. Para el profesor Javier Duque Daza, de la Universidad del Valle, la elección de gobernadores se convirtió en gobernanza criminal por el “predominio de políticos cuyas motivaciones básicas eran los negocios y la apropiación de los recursos públicos”.
El pueblo otra vez quedó por fuera. En la campaña presidencial todos los candidatos hablaron contra la corrupción. A ninguno se le puede creer, pues ninguno planteó cómo contrarrestar los desfalcos de los gobernadores, que se convirtieron en repúblicas independientes. Son intocables. No tienen jefe. Pueden robarse una parte o todo el presupuesto y el Gobierno nacional no puede mover un dedo contra ellos, pero el Ministerio de Hacienda sí les gira partidas todos los días. Gobierna la delincuencia en muchos departamentos, como gobierna en muchas alcaldías.
Desde el punto de vista de los serruchadores, el sistema colombiano es perfecto. Las roscas, camarillas y clanes familiares se apoderan del presupuesto departamental, sin que los controle nadie. Si delinquen los investigan, lentamente, y muchas veces los condenan, pero a penas que se reducen a la mitad. Hay solo tres exgobernadores condenados a 40 años, por homicidio. Por corrupción las penas deberían ser iguales y sin rebaja, pero no es así. El crimen paga. Estos sujetos pasan cuatro o cinco años en pabellones donde hay whisky y vallenatos y luego salen a manejar sus dos Porsches, como sucedió con el exgobernador de Santander Hugo Aguilar. La robazón se traduce en atraso. Colombia ocupa el puesto 108 entre 144 países en cuanto a calidad de infraestructura, según el Banco Mundial (BM).
Claro, el IVA se recauda eficazmente, pero va a parar a los bolsillos de delincuentes disfrazados de gobernadores, no a las obras públicas. Las inversiones públicas ayudarían a reducir la pésima distribución del ingreso, pero no es así. Colombia, según el BM, “tiene uno de los niveles más altos de desigualdad de ingresos en el mundo; el segundo más alto entre 18 países de América Latina y el Caribe (ALC), y el más alto entre todos los países de la Ocde”. Fui amigo de Luis Fernando Sanmiguel, superintendente de Sociedades en el Gobierno de Belisario Betancur. Él decía, sobre la violencia política de los años cuarenta y cincuenta, que Colombia fue un país de asesinos, pero no de ladrones. Después se convirtió también en un país de ladrones. Pero no es una maldición. Es una conjura que propician, toleran y prohijan quienes ejercen el poder público.
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Fuente : Johan López